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Con artritis psoriásica y todo, después de 3 meses de parón por inflamación de mis sacroilíacas, hoy volví a patinar. Me siento bien conmigo. Y quiero compartir mi alegría, porque convivir con una enfermedad hace que tengamos sentimientos complicados, incluso hostiles (como enfado o resentimiento) con nuestro propio cuerpo.

Y quiero compartir mi día feliz y mi experiencia, porque no siempre fue así. Y se que lo que he vivido y estoy viviendo, lo viven también la mayoría de los pacientes que están atravesando el mismo camino que yo.

Si estás sintiendo algo así, posiblemente te ayude ver que no estás solo, además de darte quizá alguna pequeña ayuda para llevarlo mejor.

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QUÉ SENTÍ AL PRINCIPIO, CUANDO COMENCÉ CON ARTRITIS

Cuando los brotes empezaron a no ser controlables con analgésicos o con una tanda corta de corticoides intramusculares, me quedé desconcertada. Mi cuerpo había sido mi bastión. De chica hacía muchísimo deporte, entrenaba horas y horas, y recuerdo con auténtica felicidad sentir el que ahora llamo “el poderío” de la fuerza física. No había límites, si había que subir una montaña, ahí que iba, porque mi cuerpo no me iba a fallar.

Sentir que de pronto “ÉL hacía cosas” (como si fuera algo distinto a mí misma, y como si lo hiciera queriendo!!!) que me hacían sufrir no entraba en mis planes.

Perder la salud, sea cual sea la enfermedad, implica un duelo. Según de lo que hablemos y de a quién le afecte, a veces el duelo es más fácil (comer menos grasas si te detectan colesterol alto), o muchísimo más complejo (renunciar a la idea de ser madre con ciertos tumores, cirugías o tratamientos). Pero siempre implica una renuncia, una readaptación.

Mi adaptación, al igual que la de muchas personas que tienen mi enfermedad (o mi personalidad!) definitivamente no fue fácil.

CÓMO ME ALEJÉ CADA VEZ MÁS DEL CAMINO QUE ME LLEVARÍA A MEJORAR

La realidad es que la enfermedad inicialmente me llegó a postrar. Podía hacer pocas cosas, trabajar y algo más, pero no mucho. Y las cosas que hacía, era con grandes esfuerzos y mucha dificultad y sufrimiento. Sumado a los corticoides a altas dosis.

Todo eso me hizo sentir muy infeliz. Además de sentir un enorme enojo con mi cuerpo. ¿Por qué me estaba haciendo esto?

Entonces, empecé a concederme lo que creía que eran “consuelos” o “gratificaciones”.

Nunca fui demasiado golosa, pero no me reprimía en nada. Y, principalmente, me daba licencias. ¿Que me apetece un vino? Venga, que me lo merezco. ¿Que al llegar a casa un vermú? Fue un día muy duro y siento que no puedo más, me lo he ganado. ¿Que un bote de helado y una película, cual serie estadounidense, autocompadeciéndose? Estoy realmente mal, merezco un mimo.

Fue así que, además de estar fastidiada, me empezó a apretar la ropa. Sobrepeso y sobrecarga, más aún, para mis maltrechas articulaciones.

LA MARAVILLA DE LA MEDITACIÓN Y EL SER CONSCIENTE

Gracias a mi amiga Cristina Calabuig, un tiempo antes había comenzado a meditar. Hasta ahora no lo he dicho, pero supongo que muchas veces lo repetiré en este blog: Meditar fue lo que me sacó adelante. Lo que me hizo reacomodar mis ideas, reconciliarme conmigo misma. Lo que me ayudó a cambiar lo que estaba mal, y ser resiliente con lo que no podía cambiar.

Así, meditando mucho rato todos los días, me di cuenta de mi enorme error. Aquello a lo que yo llamaba “gratificaciones” o “consuelos”, no eran más que dardos envenenados que me estaba tirando a mí misma. Podía darme algún bienestar momentáneo, podía ayudarme a evadir la realidad. Pero, a medio y largo plazo, era un desastre en toda regla.

Cuando fui a ver a mi maravilloso endocrinólogo (y amigo personal) Jesús Yanini, comprobé, con auténtico horror, que había subido nada menos que CASI 10 KILOS encima de mi peso habitual.

Me mandó una dieta que hice a rajatabla (si había que comer 80 gramos de verdura, pesaba hasta la lechuga!!!). Recuerdo esos 30 gramos de arroz, que triplicaría su peso una vez hervido, flotando en la olla de agua. Parecían pobres granitos que se habían caído ahí por casualidad. Pero funcionó. Y comenzó otra etapa conmigo misma.

PORQUE SI UNO NO SE CUIDA, NADIE PUEDE HACERLO. Y, SI UNO NO EXISTE, NADA EXISTE

LA RECONCILIACIÓN CON EL CUERPO

Hoy por hoy, voy a un entrenador personal gracias al consejo de mi amiga Marta Navarro, traumatóloga especialista en hombro (lo bueno de ser médico!!!!!). Me dijo algo que escuché ya muchas veces de boca de muchos de los especialistas que me trataron: SI EL PACIENTE CON ARTRITIS PIERDE SU MASA MUSCULAR, PIERDE MÁS DE LO QUE PARECE. Porque los músculos nos sujetan, nos contienen, dan estabilidad a nuestras articulaciones.

Es por ello que debemos tener siempre atención sobre tres cosas:

  • Nuestro PESO
  • Nuestra FUERZA, FLEXIBILIDAD y MASA MUSCULAR
  • Los SENTIMIENTOS que nos genera la enfermedad, y CÓMO REACCIONAMOS ante ellos

Hacer deporte, el que uno pueda, pero moverse, nos devuelve la sensación de seguir adelante. Nos llena de endorfinas. Nos devuelve elasticidad. Nos ayuda a que no se descontrole el peso. ¿Es un sacrificio? Muchas veces lo es. Sacar tiempo de donde no hay, moverse incluso con dolor (por supuesto en manos de un buen profesional que no empeore el problema), vencer la apatía y la sensación de derrota física que, al menos en mi caso, tendió a invadirme. Darse cuenta de que uno es UNO, el cuerpo y el alma, lo material y lo espiritual, y que una de las dos cosas no existe sin la otra.

Debemos tratarnos con AUTOCOMPASIÓN. Pero es diferente a darse licencias. Nos tenemos que CUIDAR, en lo espiritual y también en lo físico. Tenemos que MOVERNOS. NO hay que quedarse quieto. NO hay que dejarse estar.

Y hay que buscar qué nos hace bien. Yo tengo el entrenador personal que está reforzando mi masa muscular, y en cuanto puedo me pongo los patines y salgo a sentir el viento, más suave si estoy con más dolor, a darlo todo cuando me encuentro fuerte. Durante los peores momentos, iba a pilates de máquinas una vez a la semana. Y tengo un aparato de remo en casa que no se iguala en nada a cuando iba con mis amigas a remar a la Marina de Valencia con el solecito en la cara, pero que me ayuda a moverme al ritmo que mi cuerpo permita, sin forzar las articulaciones ni rebotar ni hacer giros. Por supuesto que me encantaría poder hacer baloncesto con mis hijas, o jugar al tenis, o correr como cabra por la montaña como hace mi marido. Ya llegará. Pero, si no llega, no me impedirá estar en equilibrio, ni ser feliz.